Una opaca bruma cubría la totalidad de las calles del pequeño pueblo. Era una fría noche de invierno en la que las farolas libraban una intensa batalla contra la oscuridad, el frío y la niebla, una batalla que perdían todas las noches desde que el otoño se esfumó. El pueblo se había convertido en un refugio de sombras y rincones que las ratas ya habían abandonado.
En una calle se podían distinguir dos figuras abrazadas de apariencia humana que avanzaban sin rumbo por el centro de la vía. A pesar de los abrigos que llevaban, se apreciaba la figura de un hombre y a su lado, un poco más bajita, la figura de una mujer. ¡Qué bonita escena se veía! La soledad que destilaba cada muro contrastaba con el calor, el cariño y la ternura que evocaba aquel continuo abrazo de los enamorados. La tenue luz de las figuras hacía posible ver más claramente la apariencia de aquella pareja. La muchacha, que no debía superar las dieciséis años de edad, tenía unos cabellos rizados, de color heno, que ondulaban empujados por el viento que soplaba, también deseoso de acariciarlos. La piel, para hablar de su piel habría que hacer un libro entero describiendo minuciosamente cada curva que se intuye en su figura. Los ojos, de un gris tan profundo como la neblina que rodeaba a la pareja, miraban sin mirar al caballero que tenían al lado y que sin duda le hacían sentir como el ser más afortunado del planeta.